Era una mañana cualquiera de 1993. Yo asistía, como todos los días, a mi clase de cuarto grado. El salón que nos habían asignado era más ancho que largo. Sólo había una ventana en uno de los lados cortos del aula, y su lejanía me obligaba a buscar nuevas formas de distraerme. Siempre tuve facilidad para el divague, y mi ya no tan tierno e inocente razonamiento desarrolló un axioma: nunca elegimos despertar un recuerdo. De alguna forma, ya sea porque la conversación nos guía, porque sentimos un aroma familiar, o por lo que sea, terminamos dependiendo de algo externo para recordar. Esto me inquietó un poco. Me molestó que algo tan personal como un recuerdo escapara a mi control de evocación. Y ese día, mientras la profesora seguramente explicaba algo fundamental para progresar en la vida, decidí que eso no me iba a pasar a mí (me refiero a no controlar los recuerdos; aunque tampoco me pasó lo de progresar en la vida). Y pensé: “algún día voy a recordar este momento”. La consigna era recordar el momento, no su contenido. Era un mensaje al futuro. Cada vez que recordara ese día, sería porque yo así lo quise.
Quince años después sigo recordándolo. Y cada vez que lo hago me invade una sensación de triunfo. No sé a quién le gané, pero le gané. Tampoco sé de qué habló la profesora, y sin embargo estoy convencido de que fue uno de los días más productivos de mi vida. Le doy gracias a mi Yo del pasado: no habría podido hacerlo solo.
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